En el corazón del Macizo Colombiano yace Pitalito, una estirpe de artistas, un territorio bendecido con una riqueza cultural y natural que, paradójicamente, permanece en la sombra del desconocimiento. Como un espejo empañado, el Patrimonio Cultural laboyano refleja una imagen distorsionada de su propia identidad, una que prioriza lo foráneo sobre lo autóctono.
George Henri Rivière nos recuerda que el patrimonio es el “espejo que la gente ofrece a sus huéspedes”, un reflejo de su trabajo, sus costumbres y su esencia. Sin embargo, en Pitalito, este espejo parece estar roto, fragmentado por la falta de interés de su comunidad. La hipótesis que se plantea es sombría: la riqueza patrimonial de Pitalito, a pesar de su abundancia, es ignorada y poco apreciada por sus propios habitantes.

La sombra de la invasión española aún se cierne sobre el alma laboyana, perpetuando la idea de que lo extranjero es superior a lo propio. ¿Cómo explicar, si no, la preferencia por las donas y la Coca-Cola sobre el pan de la abuela y la refrescante bebida de agua de panela? ¿Acaso una rosca asada, amasada con maíz, queso, huevos y harina de yuca, no encierra en su sabor la historia de un pueblo? ¿Acaso un vaso de masato, con aroma a maíz, panela, hojas de breva y limones pinchados con clavos de olor, no es un elixir que nutre el cuerpo y el alma? ¿Y qué decir de la bandeja laboyana? Ese plato que ofrece al paladar de propios y extraños carne de cerdo, res y pollo aderezadas con salsa de guayaba, acompañada con yuca, arepa oreja de perro, envueltos de maíz añejo, rellenas de maíz tierno y de pescuezo de gallina, chorizo ahumado y uno que otro trozo de torta de plátano maduro con queso.
La cultura, relegada a un segundo lugar en los planes de desarrollo, languidece como José Arcadio Buendía amarrado bajo el árbol, esperando su liberación. A pesar de los esfuerzos de gestores culturales y de la institucionalidad para preservar y hacer visible el Patrimonio Cultural Material, Inmaterial y Natural, se percibe la necesidad de crear conciencia en todos los segmentos de la población para aunar esfuerzos y hacer de la actitud del pueblo un cúmulo de acciones que facilite reconocer y valorar lo propio.
Para citar un ejemplo: el patrimonio inmaterial representado en la música folclórica, esa amalgama única que distingue a la música colombiana de la de otros países latinoamericanos —una mezcla de influencias africanas, españolas e indígenas— nos recuerda nuestras raíces. Como afirma Delgado Correa (2012): “En el patrimonio encontramos una relación directa con la herencia, la memoria y la identidad. El patrimonio está íntimamente ligado al pasado como herencia, pero es actualizado en el presente y es un referente indiscutible para el futuro; al tiempo que se constituye en parte importante de nuestros rasgos de identidad.” Sin embargo, en Pitalito, esta música se ve opacada por ritmos foráneos, que poco o nada suenan en los medios de comunicación y centros comerciales; pareciera que se avergonzaran de estas expresiones propias, de nuestra identidad: un pueblo trabajador, alegre, solidario y honesto, herencia transmitida de generación en generación, recreada por las agrupaciones musicales nacidas del alma y acompañadas de sonidos frescos de la naturaleza.
De igual manera, podría citarse el patrimonio representado en la cerámica, la marroquinería y la gastronomía, que, en eventos públicos y privados, ferias artesanales y equinas, se abren paso dando a conocer la laboriosidad y creatividad del habitante de este valle.

El patrimonio laboyano sigue siendo un tesoro oculto, una melodía silenciada.
Aunque el patrimonio cultural juega un papel importante en la economía, generando recursos a su alrededor y portando elementos simbólicos que cuentan historias estéticas, etnológicas y antropológicas, hay quienes, con su implacable lógica capitalista, priorizan la ganancia sobre su preservación. La “capacidad de carga” de algunos sitios considerados patrimonio natural se sacrifica en el altar del turismo masivo, sin detenerse a pensar que son tres los elementos a tener en cuenta: el patrimonio mismo, el turista y la comunidad donde está inmerso. La sostenibilidad se convierte en un fin que justifica el deterioro paulatino que lleva a la destrucción.
La religión, otrora fuente de inspiración y guía, ha perdido su capacidad de movilizar a la comunidad para el buen vivir con la naturaleza. Algunos discursos vacíos, desprovistos de acciones concretas, no logran despertar el interés por las sanas costumbres ancestrales ni por la protección del medio ambiente. La praxis —la acción que transforma las palabras en hechos— se nota muy poco, aun sabiendo que la cultura es una forma de expresión de la religión y que la religión constituye la sustancia o significado de la cultura.
Es profundamente preocupante escuchar cómo la educación, ese cimiento esencial para la continuidad de nuestra cultura, se ve debilitada por la falta de atención a nuestra historia. La supresión de la cátedra de historia plantea un desafío significativo para las nuevas generaciones, dejándolas más susceptibles a narrativas que quizás no reflejen la riqueza y complejidad de su propio legado. Esta ausencia es una forma de violencia simbólica que priva a las nuevas generaciones de un capital cultural esencial para su comprensión del mundo. Como argumenta Paulo Freire (1970), una educación que niega la historia propia condena a las nuevas generaciones a una “ingenuidad” que las hace más susceptibles a la manipulación y menos capaces de comprender las raíces de su presente.
La eliminación de la historia del currículo escolar puede interpretarse, como afirma Bourdieu (1990), como “una forma de privar a los estudiantes de un conocimiento esencial para su navegación social y su comprensión del mundo, perpetuando así formas de violencia simbólica”.
El desconocimiento del pasado, como señala Walter Benjamín (1940), puede oscurecer las “imágenes dialécticas” del pasado, los momentos de resistencia y las experiencias de aquellos que no fueron incluidos en la narrativa dominante, empobreciendo así nuestra comprensión del presente. Comparto con este pensador la idea de que debemos rescatar los momentos de esperanza y las tradiciones oprimidas, ofreciendo una perspectiva más compleja y crítica de la historia.
Es admirable reconocer la labor de maestros dedicados que, con valentía, se esfuerzan por mantener viva la memoria ancestral. Su compromiso es crucial para asegurar que las generaciones futuras comprendan sus raíces, conozcan las luchas y los triunfos que han moldeado su identidad, y puedan discernir las lecciones del pasado.
Como bien señala la Convención de la UNESCO de 2003, el patrimonio inmaterial —que abarca las tradiciones orales, las artes del espectáculo, los rituales y los conocimientos transmitidos de generación en generación— juega un papel fundamental en la comprensión de nuestra historia. Al reconocer tanto los errores como los logros del pasado, las comunidades pueden construir un futuro más sólido y consciente.
La labor de rescatar y valorar esta memoria colectiva no solo es un acto de justicia hacia quienes nos precedieron, sino también una inversión esencial en la formación de ciudadanos críticos y comprometidos con su sociedad.
Algunos gestores culturales laboyanos luchan por mantener vivas las raíces a través de la elaboración y el mantenimiento de museos como el Museo de Arqueología y Arte de Pitalito, en alianza con el ICRD; la Casa Taller Chinchilla; el humedal La Coneca, entre otras organizaciones voluntarias que, apoyadas por la Administración Municipal, desarrollan eventos culturales que no son otra cosa que manifestaciones vivas del patrimonio cultural inmaterial heredado y que resiste a desaparecer, aunque haya sido desplazado por modas, ritmos y sabores foráneos.
Sin embargo, es digno de resaltar la empatía laboyana, esa capacidad de acoger y celebrar la diversidad, un patrimonio inmaterial que merece ser reconocido y valorado. La música nariñense, el vallenato, la música mexicana y la música popular que resuenan en las fiestas y celebraciones son testimonio de esta apertura y tolerancia. Pitalito, a pesar de sus heridas, aún tiene la oportunidad de restaurar su espejo roto. El camino hacia la recuperación del patrimonio laboyano exige un compromiso colectivo, un esfuerzo conjunto de la comunidad, el gobierno y las instituciones educativas. A través de la planeación y desarrollo de un inventario de su patrimonio que permita reconocer lo que existe, Pitalito podrá redescubrir su identidad y mostrar al mundo la riqueza que atesora en su corazón: reconocerla, preservarla, divulgarla y hacerla respetar.










3 respuestas
Excelente reflexión profesora leonor ud sería la persona indicada para dirigir la cultura en pitalito.
Los que por vejez no pueden tomar Coca-Cola lo siento. A los españoles gracias por haber venido, lo malo fue traer curas católicos quienes torturaron y quemaron vivos a los nativos y sometieron con el cuento de que la riqueza es mala. El abuelo Adriano Muñoz, descendiente directo español gracias por lo que me tocó de su sangre.
La música, la comida y otras costumbres mejor que cambie, que aburrido con lo mismo. El mundo es activo. Me gusta que hayan cambiado muchas cosas. Que volvamos a cocinar con leña, se necesitaría mucho palo
Admiro la profunda racionalidad con la que aprecia el contexto cultural laboyano. Su apreciación concuerda con un contexto de supremacía híbrida y vertiginosa por la diversidad. Distintos apartados de su artículo deberían ser un punto de inflexión para los diferentes sectores que afectan indirectamente el sector cultural, entre ellos la escuela, la universidad, los gestores y la voluntad política; pero también debe ser un asunto de reflexión subjetiva de quienes producimos e investigamos las fluctuaciones de la cultura, en un aura de consumo capitalista.
Con deferencia, Jorge Rondón.
Esdanza Escuela Studio
Pitalito – Huila